4322 - Sebastian Ibarra del Castillo

Written by Super User. Posted in Literatura

4,322

Por Sebastián Ibarra del Castillo 

Camino entre esa jungla indiferente. La reconocía (o eso creo) como si hubiera vivido en ella durante mi infancia o un tiempo con recuerdos igualmente desgastados. Coches oxidados como cuerpos irreconocibles; lámparas de calle contemplando los restos de su vidrio debajo de ellas; el suelo sumiso a la luz amenazadora del sol. Espejos y espejismos también la rebotan, aunque en trayecto inmóvil, entre ellos y hacia mi cara. Seguí caminando hasta llegar a un parque. En él, una banca; enmedio, un hombre sentado dándome la espalda. Me acerco y me senté a su lado.

Nadie dice nada. Dudé por un momento si estoy sentada junto a un cadáver. No me atrevía a mirarle la cara. Pero en pocos minutos (¿minutos?) alcanzo a escuchar su respiro. Podía ser que solo está dormido. Le pregunto si lo estaba.

—Sí —me contesta.

Silencio cayó de nuevo. En el cielo: ni una nube. En la tierra: ni una vibración.

—Es mejor así —dice poco después— en el sueño no se espera.

Le di la cara con mirada de pistola. Él ya me observa con sus dos pozos calientes flotando entre su piel caída. Quise voltear al suelo, pero me contengo.

—¿Esperar qué? —le pregunté.

—A que las cosas cambien.

Me libero de su mirada y planté la mía en el parque de alrededor, consistente de puro pasto quemado.

—¿Qué pasó aquí? —pregunto, más al aire que al hombre.

—Las plantas necesitan sol para crecer, —me contestó el segundo— pero estas plantas ya están quemadas.

—¿Y en la ciudad? ¿Dónde está la gente?

—Dejaron de esperar —contesta como si tratase de una obviedad— Dime, ¿qué te aterra más: estar sola o la posibilidad de estar acompañada?

—Ahorita estoy tranquila.

—Qué importa.

Me extendió su mano.

—Ten —me coge de la muñeca y dejó caer un pequeño artefacto en mi palma. Lo miro. Una moneda. No reconocía de dónde.

—¿Qué quieres de regreso?

Frunce el ceño como si no hubiera lógica en mi pregunta.

—Duérmete —dice.

No entendía.

—¿Dónde estamos? —digo.

—En un río —contestó con tanta certeza que acepto la respuesta sin necesidad de proceder con más preguntas.

—Prefiero darte algo a cambio— le insistí.

—Mis arrugas ya me cuelgan de los huesos, niña. No quiero nada.

—¿Entonces qué se hace?

—Lo mismo que haría un árbol.

—Por aquí no hay de esos —digo viendo alrededor una vez más, aunque inútilmente, pues ya sabía bien que no voy a encontrar nada.

—Nada se escapa por aquí, todo se concentra —me corrigió— Sí hay.

—¿Pero si no se ve, qué importa ahora?

—Tú. Yo, aún.

El sol ya nos aplasta con la misma fuerza con la que corrompía el cemento alrededor.  Mi cara cicatriza, se volvía sobre ella como un jitomate seco. Siento una briza tocar mi frente. Desperté.

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