Remando. Cuento por Adán Salgado

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REMANDO

Por Adán Salgado Andrade

 

Petra y sus cuatro hijos, remaban a todo lo que daban, ella, con el remo de la canoa y, Juan, Nicanor, Pablo y Luis, con improvisadas, largas varas, que habían cortado con los machetes.

Las niñas, Adela y Zenobia, las más chicas de sus seis hijos, pretendían impulsar también la canoa con sus manos.

Petra volteó, para mirar hacia atrás. Distinguió la lancha en donde iban los matones que los perseguían.

Petra, a pesar del peligroso momento que enfrentaban sus hijos y ella, iba llorando. No pudo evitar acordarse, de nuevo, de la golpiza que le propinaron, con puñetazos y patadas, a Nicéforo, su esposo, mientras le gritaban una sarta de insultos… “¡Te metistes con el patrón, cabrón indio!”, “¡Querías echarle a l’indiada!”, “¡Pero te vamos a partir tu madre, indio patarrajada!”…

Petra, gracias a su excelente vista, había reconocido a Justiniano, el capataz de don Vicente, como uno de los que golpeaban a su marido.

En ese momento, le había arrebatado el charpe a Juan, que estaba cazando pájaros. Ella, muy experta, desde “chiquitita” a usar los charpes, que hacían con varas en “Y” y tripas de gato, aprestó el instrumento, tomó una piedra de buen tamaño y, a pesar de estar a  más de 200 varas de distancia, afinó muy bien la puntería, estiró lo más que pudo la cuerda, y la soltó…

Un leve silbido se escuchó y, pocos segundos después, uno de los matones, a quien la piedra golpeó mortalmente en la sien, cayó, inmóvil…

Los otros, dejaron de patear y golpear a Nicéforo, para asistir a su abatido compañero, volteando para todos lados, con tal de distinguir al culpable de la artera acción. Uno de ellos, apenas si alcanzó a ver cómo se escabullían entre la milpa Petra y sus hijos…

“¡A este, me lo chingan, y les queman el jacal!”, ordenó, mientras marchó con otros hacia dónde había visto escurrirse a aquellos “indios”…

Mientras tanto, Petra y sus hijos, corrían a todo lo que podían, hasta alcanzar el embarcadero, en donde, sin demora, subieron a la canoa de su esposo, la que usaba para llevar maíz, frijoles, flores… y otras cosas hasta la capital, en un viaje que le llevaba todo un día, salir a las tres de la mañana y llegar más allá de las diez de la noche…

“Agarren unas varas”, les dijo Petra a sus muchachos, quienes cortaron algunas, con sus machetes, despojaron de las hojas y, con ellas, también se pusieron a remar…

Petra sabía que tenían cierta ventaja, pues estaban algo lejos, cuando los descubrieron, pero sospechaba que no podrían durar tanto, remando sus hijos y ella…

 

-¡Oralí…denli, denli… - gritó, desesperada Petra, volviendo su vista hacia delante…

Todos, con manos o varas, redoblaron sus remares, intuyendo que, si no lo hacían, los matarían como habían hecho con Nicéforo…

A veces, les tiraban uno que otro balazo, pero iban muy retirados, no había que temerles mucho, todavía, razonaba Petra…

Pero, pronto, les darían alcance…

Sólo esperaba encontrarse a su comadre Leandra, que le había dicho que, cuando necesitara ayuda, la buscara por el canal del Ahuehuete…

Y era lo que trataba de hacer, dirigirse con sus hijos hacia allá…

Aunque, en realidad, no sabía cómo podría ayudarla Leandra, mujer viuda, con siete chamacos, bajita de estatura y algo gorda…

Pero la buscaría pues, en ese momento, cualquier oportunidad de zafarse de los pelones, debía de aprovecharse…

“Pos a ver si l’encontramos, comadre”, pensó Petra, mientras redobló su remar…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

II

 

Días antes de la mortal golpiza que le propinaron, Nicéforo había reunido a los peones de la hacienda “El Ajolote”, cercana al pueblo de Xochimilco, para darles otra aleccionadora plática

Esa hacienda, era propiedad de don Vicente de la Góngora Díaz, primo de don Porfirio, quien, quizá por ese parentesco, trataba brutalmente a sus trabajadores, a los que, ni de comer bien, daba, siendo los “alimentos”, la mayor parte del tiempo, las sobras que salían de la cocina de la hacienda cada día, mezcladas con algunas tortillas duras, carne rancia y verduras podridas… ¡y, eso, hasta el final del día, cuando todos en la casa de don Vicente, habían comido!...

No contento con eso, los castigos para el que osara quejarse, eran abusivos, propinando el capataz de veinte a cien azotes, según fuera el “delito”…

¡Y a quién osara escaparse, le echaban unos “perrotes” muy bravos, que despedazaban, sin misericordia al prófugo!...

Nicéforo era el único peón que tenía permitido irse a su casa, localizada en las orillas del lago, los sábados por la tarde, para regresarse el lunes, muy temprano, sobre todo, porque era el único que tenía su “jacalito, en dondi pasármila”…

Había estado organizando, desde meses atrás, una rebelión de todos los peones, que tomaran pacíficamente la casa de don Vicente, para que éste atendiera su petición de que les diera de comer mejor y que les disminuyera dos horas el trabajo, pues lo hacían de cuatro de la mañana, hasta las ocho… y se daban cuenta que con que trabajaran hasta las seis de la tarde, era más que suficiente, cuando todavía estaba el sol y podían ver bien lo que hacían, como cosechar el maíz, las naranjas, los aguacates, el frijol, preparar la tierra para nuevas siembras, cuidar del ganado, cortar leña, acarrear agua… y todo cuanto esos cincuenta peones tenían que hacer diariamente, supervisados por Tomás y Justiniano, los duros capataces que cumplían, muy felizmente, el castigo que debían de dar a alguno que cometiera una falla que ameritara azotes.

-Pos les digo que si ansina no l’hacemos como les digo, nos van seguir haciendo que trabájemos hasta en la nochi… y nos van seguir dando las sobras y nos van seguir azotandu…

-¿Peru… entons’… le cayemos en su casa y los encerramus? – preguntó Telésforo, uno de los peones.

-Ansina meritu – respondió Nicéforo –… yo creyo que por el miércoles de l’otra semana… porque s’ansina no l’hacemos eso, pos nos va seguir tratando peor que como perrus…

-Pos no como sus perrus – comentó irónico Juan, otro de los peones, pues veían los buenos pedazos de carne que los capataces daban a los doberman, a los que tenían cerca de todos durante el día, como intimidándolos de que si se portaban mal, esos perros los harían caer en razón…

-Pos ‘tá visto que no com’esus perros – aclaró Nicéforo -… peru como perros flacus de rancho…

Todos asintieron.

Rómulo, el más viejo de los peones, próximo a cumplir cuarenta y cinco años, se apartó, como siempre hacía, del grupo, pretextando que iba a “echarse una miada”…

Se internó por entre los árboles de aguacate que había cerca y se encontró con Justiniano, uno de los capataces, quien, sin hacer ruido, estaba muy escondido entre altos matorrales…

El capataz emitió un ligero silbido y Rómulo se acercó al escondite, viendo salir a Justiniano:

-Pos ya cantó… dici qu’el miércolis…

-Pinche indio – vociferó en voz baja el capataz –… pero ‘hora que lo enfriémos, se les va quitar a todos, andar de revoltosos… van’ver…

Sacó de su bolsillo cinco monedas de plata, de a peso, cada una, y se las extendió a Rómulo.

“Diez días de fainas”, pensó el peón, sonriendo por ver “tanto dinero” junto…

-‘Tá güeno, patrón – dijo, retirándose al momento…

“Sí, nos vamos a quebrar a este cabrón indio revoltoso”, pensó Justiniano, caminando algunas varas, hasta donde estaba su caballo, un brioso alazán…

Lo montó, espoleándolo de inmediato, suavemente, con lo que el animal entendió que debía de partir del lugar lentamente…

 

Más tarde, Justiniano le comunicaba a don Vicente los planes de la “indiada”…

-¡Ah qué indio tan ladino… ese me lo matas frente de su familia, para que entiendan que con don Vicente, nadie se inmiscuye, Justiniano!...

-¡Sí, patrón, lo vamos’ir a buscar a su jodido jacal… y lo vamos a matar como perro sarnoso!...

-¡Sin misericordia!

-¡Si, patrón! –, sentenció Justiniano, enfático, saliendo del lugar…

Don Vicente, se quedó solo en su despacho, pensando en que su primo Porfirio, debía de poner más cuidado con la indiada, que podía salírsele del huacal en cualquier momento. Apenas hacía dos años, en 1880, había tomado cargo como presidente, y ya, mucha gente, había estado revelándose. “Si, Porfirio, debes de poner más rurales y soldados a vigilar a la indiada”, le recordaba, cada que iba a la capital, al castillo de Chapultepec, a visitarlo, con su esposa y cinco hijas, en su carruaje francés.

Porfirio, sólo se quedaba callado y asentía…

Y ahí estaba la evidencia, con ese indio de Nicéforo, pretendiendo tomar su casa, para exigir que les dieran mejor de “tragar”… “Cabrón indio taimado”, pensó, con coraje.

-Vicente, a cenar – oyó la autoritaria voz de Josefina, su mujer.

Apagó el quinqué y se dirigió al salón, para degustar pan, tamales, chocolate y café, muy bien preparados por Chona, su cocinera de muchos años…

-Ya voy…

 

III

 

Las callosas manos de Petra, seguían remando, sin descanso.

Sus hijos, menos acostumbrados, mostraban signos de agotamiento, pero se esforzaban.

Volvió a voltear Petra…

Sí, se veían más cerca los matones de don Vicente…

Más atrás, se veía la columna de humo, proveniente del incendiado jacal…

También por eso lloraba Petra, pues todo ya estaría quemado, su ropa, sus cositas, sus petates, sus trastes y sus ollas de barro, sus santitos, sus ceras…

Todavía faltaba algo para alcanzar el canal del Ahuehuete…

-¡Denli, denli… que nos alcanzan! – gritó, mientras, ella misma, se esforzaba por continuar con el ritmo de la remada…

Sabía que los matarían si les daban alcance, como habían hecho con Nicéforo…

 

No sabía Petra si había sido providencial o funesto, que Nicéforo los hubiera mandado a cazar unos patos, “pa’ que vayan a Chalco, a venderlos”, les había dicho…

Petra, como era domingo, se llevó a todos, hijos e hijas, para que les sirviera de paseo. Juan, de doce años y Nicanor, de diez, eran muy diestros, con los charpes, para cazar patos. Se habían subido todos a la canoa, para acercarse a las parvadas que se posaban sobre el lago. Disparaban a los que estuvieran más alejados del conjunto, con tal de no espantar a los otros. Luego, remaban hasta allá y Juan, se aventaba al agua, para cogerlos y sacarlos…

Ya llevaban más de diez, cuando Petra le dijo que había oído voces…

Remaron a la orilla, amarraron la canoa, y se dirigieron hacia su vivienda de adobe y techo de paja…

Y, desde lejos, como todo “s’oyía bien” en ese silencioso paraje, en donde estaba su jacal, Petra escuchó los gritos de los matones de don Vicente, comandados por Justiniano y Tomás, sus capataces…

Fue cuando les dijo a sus hijos que se escondieran, y que le pidió a Juan que le prestara su charpe, con el que había disparado certera, mortal pedrada, a uno de los matones…

Luego, regresaron a la canoa…

 

Allí iban los diez patos que habían cazado ese día…

Estaban junto a los pies descalzos de Juan, quien se esforzaba con la rama que usaba como remo, para impulsar la canoa. Gracias a la habilidad de Petra, se mantenía aquélla, casi en línea recta, remontando las aguas a buena velocidad…

-¡Si nus alcanzan, nus matan! – exclamó Juan, con tal de que todos renovaran sus esfuerzos, pues se iban acercando los matones y los balazos, se oían más cercanos.

Petra volteó a mirarlo:

-¡Peru ansina que no nus matan!... – gritó, para animarlos a todos…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

IV

 

Nicéforo, mientras Petra y los chamacos se iban a cazar patos, se puso a echar tortillas.

No le daba pena decir que sabía moler el nixtamal y echar tortillas. “Pos si no tienis mujer, pos ni modo que no traguis tortillas”, decía a los que se burlaban de él, de que eso era “sólo pa’ viejas”…

Y le quedaban muy bien, muy blancas, con el maíz que cosechaba de su “milpita”, que sembraba en una “tierrita” que le había dejado su padre, Melquiades, “qu’a ver cuánto nos dura, porque siempre me la quierin arrebatar”, decía Nicéforo, con tono de resignación y de preocupación, pues, sobre todo, si un hacendado, como don Vicente, le “echaba el ojo”, era casi seguro que la perdería…

 

Ya llevaba medio tlaxcalli de tortillas, cuando irrumpieron a la vivienda varios hombres, comenzando con Justiniano:

-Así te queríamos agarrar, pinche indio manflora… todavía qu’andas de revoltoso, eres manflora…’chando tortillas – le gritó aquél, con lo que todos rieron por el “chiste”…

Un culatazo en el rostro, lo tumbó hacia atrás:

-¡Hijo de la tiznada! – le gritó Justiniano…

Nicéforo, sangrando copiosamente de nariz y boca, no se amilanó. Pensó en su familia, en que “ojali, quiera Dios” se dieran cuenta de que peligraban sus vidas si regresaban, que percibieran que allí estaban esos matones y que seguramente se los “’charían a todos”:

-¡Pos serás güeno con todos tus matonis, Justiniano!… – tuvo ánimos y fuerzas para gritar.

-¡Cállese, pinche indio ladino – gritó el enfurecido capataz, propinándole una brutal patada, de nuevo en el rostro, lo que incrementó las hemorragias, además de que casi le había reventado el ojo izquierdo –… sáquenme a este desgraciado revoltoso! – ordenó a los otros diez hombres, junto con Tomás, que lo acompañaban en su escarmentadora labor…

Lo sacaron del jacal, poniéndolo en medio del espacio que había entre un gran pino y la entrada de la vivienda.

-¡Agárrenmelo! – gritó Justiniano.

Dos hombres sujetaron a Nicéforo de los brazos.

Justiniano, haciendo pleno uso de sus conocimientos de golpeador profesional, tomó vuelo para dar el primer izquierdazo a la quijada de Nicéforo…

Luego, fue un derechazo…

Izquierdazo…

Derechazo…

Izquierdazo…

Derechazo…

 

Luego de varios minutos en que Justiniano desquitó todas sus frustraciones, más que castigarlo, en Nicéforo, dejando una tumefacta, sanguinolenta “cara”, ordenó que lo mataran “a patadas, como perro rabioso”, lo que sus eficaces secuaces hicieron sin perder tiempo…

-¡Así, mátenlo al desgraciado indio revoltoso! – gritaba Justiniano…

De repente, se escuchó un sonido seco, y algo que reventó…

Uno de los hombres que había estado sosteniendo a Nicéforo de un brazo, caía de lado, abatido por una piedra que le había dado, de lleno, en su sien…

Se aprestaron a auxiliarlo, pero Tomás corrió hacia donde habría venido la pedrada y fue cuando pudo percatarse que, no muy lejos, seguramente estaría la familia de Nicéforo, y habría sido la que lanzó la pedrada.

-¡A este, me lo chingan, y les queman el jacal! –, ordenó Justiniano, mientras marchó con otros hacia dónde había visto Tomás escurrirse a los otros “indios”…

IV

 

Habían entrado al canal del Ahuehuete.

Petra recorría muy frecuentemente esos lugares. El lago de Xochimilco, era sagrado para ellos, pues, además de que podían remar por allí para ir a varios lugares y pueblos, pescaban, cazaban patos, sacaban algas…

Sí, era muy preciado y por eso, lo cuidaban mucho, no tiraban basura, habían hecho una letrina cerca del jacal, para no arrojar sus “porquerías” allí, y le pedían mucho a “diosito” que se los cuidara…

Petra había acompañado a su esposo, a lugares tan distantes como Chalco, la capital o hasta Texcoco, así que estaba acostumbrada a remar bastante…

Pero eso no sucedía con sus hijos, quienes, a excepción de Juan, remaban lentamente, sobre todo sus hijas, que, cansadas, habían sacado sus manos del agua y estaban concentradas en ver a los matones acercarse cada vez más…

Debían pasar de las siete, pues la luz del sol se iba escondiendo tras el montañoso horizonte…

“¿Peru ‘onde ‘stará mi comadri Leandra?”, se preguntó Petra…

La comadre Leandra, junto con su “dijuntito” esposo Jacinto, le habían apadrinado, de bautizo, a Juan y a Nicanor.  Pocos se animaban a ser padrinos, pues no podían pagar los ¡cinco pesos! que exigía, como pago, el padre Pedro, de la iglesia de Xochimilco, por bautizarlos.

A los otros cuatro, los dejaron sin bautizar, pues al compadre Jacinto, también lo habían asesinado los matones de don Vicente, porque, según, le había robado ganado…

Pero no era cierto. Nicéforo se puso a investigar y descubrió que Justiniano había sido el ladrón. Y lo había amenazado que, cuando menos lo pensara, lo acusaría con don Vicente. “No tienes pruebas”, le espetó Justiniano. Sólo había estado esperando la oportunidad para “echárselo” y las acciones “subversivas” de Nicéforo, le dieron el pretexto perfecto para hacerlo y, silenciar, así, al que le sabía sus triquiñuelas…

 

La lancha en donde iban los seis matones, comandada por Justiniano, iba acercándose, más y más…

-¡Rémenle más rápido, cabrones… no quiero que se nos pelen!

 

Petra, muy espantada, pues a cada rato volteaba, comenzó a inquietarse…

“Pelaba” los ojos para todos lados, a la orilla derecha, a la izquierda… ¡nada!...

Casi anochecía, pero seguramente les darían alcance y los matarían…

-¿¡Comadri… comadri… ‘ondi ‘tás!? – gritó…

De repente, escuchó unos silbidos, así, como cuando ella se ponía a disparar su charpe…

Vio una lluvia de piedras y flechas dirigirse hacia la lancha en donde iban los matones…

Éstos, hicieron algunos disparos… pero, muy pronto, las recurrentes cargas de flechas y pedradas, fueron matándolos certeramente, al golpearles piedras o clavarse, flechas, en cuerpos y cabezas…

La lancha, a falta de remeros, fue perdiendo velocidad y a distanciarse…

Justiniano, con una flecha clavada en uno de sus ojos, parecía mirar al horizonte, con el que le quedó abierto…

 

En la orilla derecha, apareció una minúscula figura, apenas visible entre la penumbra:

-¡Comadrita, comadrita, remen p’acá! – gritó Leandra, la que, después supo Petra, comandaba la guerrilla “Mujeres y sus hijos unidos”, para defenderse de hacendados y catrines abusivos…

 

 

 

 

Pasaban de las diez de la noche, cuando Petra y sus hijos, arropados con zarapes y cobijas que su comadre Leandra le había proporcionado, se calentaban junto a una buena fogata. Habían cocinado algunos de los patos que Juan había cazado…

Petra, llorosa, le había contado a Leandra, la forma tan vil en que habían asesinado a Nicéforo…

-¡Lo mataron como a perro rabioso, comadri, a patadas y puñetazos!...

-Sí, comadrita… así me mataron a mi Jacinto… ¡pero mañana va’ver ese jijo de Vicente…

Ya le había platicado que, cuando Justiniano había matado a golpes a Justiniano, por el falso delito de haberse robado unas vacas, juró que se vengaría, no sólo de él y de su patrón, sino de todos esos “jijos” que “nada más nos andan mati y mati, comadri”, y que, por eso, había platicado con todas las viudas de peones asesinados y se habían unido. Se pusieron a hacer charpes, arcos y flechas… y, de vez en cuando, cuando atacaban a algunos matones de los hacendados de por ahí, les quitaban sus armas…

Sí, al día siguiente, emprenderían el camino a la hacienda “El Ajolote”, propiedad de don Vicente de Góngora Díaz, para hacerlo que “pagara sus pecados”…

 

 

 

 

 

 

 

 

V

 

Don Vicente cenaba con su esposa e hijas.

Se le veía preocupado, pues el saber que no habían regresado seis hombres, entre esos, Justiniano, de “arreglar las cuentas” con Nicéforo, le quitó la tranquilidad…

Tomás se lo había contado y cómo se habían “despachado” al “indio revoltoso”…

“Yo creo que agarraron pa’ Xochimilco, aprovechando el viaje, patrón”, le dijo, para calmarlo…

Pero el mismo Tomás, no estaba tan seguro, pues por más que esperaron allí, junto a la orilla del enorme lago, nunca regresaron Justiniano, ni los otros…

“Sólo que se haigan volteado”, pensó. De todos modos, para él, eso era mejor, pues si quedaba como único capataz, en lo que su patrón contrataba otro, le iba a pedir que le subiera el sueldo, de quince pesos a la semana, a veinte… y ni modo que le dijera que no tenía, pues sería con parte de lo que le pagaba a Justiniano…

De todos modos, don Vicente le pidió que reforzaran la seguridad…

 

Leandra y Petra, iban al frente. Aunque Petra no tenía experiencia en eso de las “cosas de soldados”, tenía mucho coraje, más que tristeza, contra el tal don Vicente…

Eran muchas a las que habían dejado viudas los matones de hacendados, quienes, por cualquier pretexto, habían asesinado a sus esposos, el más reciente “mi compadritu Nicéforo”, lamentó Leandra, quien había hecho un rosario, con todas las presentes, la noche anterior, antes de dormirse todas en petates, bien tapadas con cobijas y zarapes, dentro de un jacal que se habían hecho, en medio del bosque, para guarecerse…

Las más de cincuenta mujeres, acompañadas de todos sus hijos, quienes llevaban piedras y flechas extras, para cargar charpes y arcos, avanzaban sigilosamente, arrastrándose entre la maleza, para no ser vistas por los hombres del “pela’o” ese de don Vicente…

Petra, con su muy buena vista, se había percatado de que vigilaban la entrada de la hacienda, montados en sus caballos…

Siguieron avanzando, hasta alcanzar distancia de tiro…

Leandra oyó que los perros comenzaron a inquietarse… no podían perder más tiempo

Gritó terriblemente, para imprimir más sorpresa al ataque, mientras todas, levantadas ya, tiraban charpes o flechas certeramente, tanto a perros, como a hombres…

Los cuatro canes, espantados por flechas y pedradas, huyeron a campo traviesa…

Los seis hombres, incluido Tomás, cayeron y, sólo uno, alcanzó a disparar al aire su pistola, mientras se precipitaba, sin vida, de su caballo…

-Ándile, comadri, ‘amos a ‘charnos a ese cabrón… – dijo Leandra a Petra, cargando su fusil en su hombro, feliz de no haber tenido que usarlo… ¡había que ahorrar parque!...

 

No tuvieron ningún contratiempo en entrar a la hacienda, luego de que fueron a las cabañas, en donde estaban los peones, y les dijeron que podían irse cuando quisieran…

Después, se dirigieron a la casa de don Vicente, quien, aterrado, estaba agazapado tras unos muebles que había apilado en la sala de la casa, junto con su esposa, hijas y cocinera…

Leandra, acostumbrada a traicioneras “bienvenidas”, se apostó con su comadre Petra y otras cuatro mujeres, que tenían todas rifles, a la entrada de la casa. Y gritó:

-¡Oiga, Vicente, mejor ríndasi y salga con las manos ‘onde pueda devisarlas!...

-¡Primero, sobre mi cadáver – gritó aquél, desafiante, blandiendo un revolver Colt, que recíen había adquirido en California –… ninguna india ladina va a venir a decirme qué hacer en mi propia casa…

-¡’Tá güeno! – gritó Leandra – a ver, mujeris, tráigansi pacas de zacati de la caballeriza…

Las mujeres, obedecieron y, pronto, la casa estuvo rodeada de zacate, muy seco…

-Mira, cabrón catrín… voy’contar hasta diez, pa’ que salgan tú y tu prole… y, si no, te quemo la casa… uno… dos…

 

Don Vicente casi se orina del miedo…

-¡Haz algo, Vicente, por el amor de Dios! – clamó Josefina, su mujer, mientras sus aterradas hijas y Chona, la cocinera, lloraban, muy alarmadas, pensando en que las pudieran cocinar vivas en esa casona…

-¡Está bien, está bien! – gritó don Vicente, sudando y temblando, copiosamente, mientras ocultaba el revolver en el interior de su chaqueta…

Contaba con tomarlas por sorpresa, matando a algunas y que el resto se espantara y se marcharan…

El sexagenario salió, con las manos en alto…

De repente, pretendió sacar el arma, que se le atoró con uno de los botones…

Sin pensarlo, Petra disparó el Máuser, dándole un certero tiro a don Vicente en el corazón, quien cayó, hacia atrás, fulminado…

-Pos ‘aste te lo buscates… – dijo Leandra, en casual tono…

Josefina, Chona y sus aterradas hijas, salieron de la casa:

-¡Vicente, Vicente… lo mataron, me lo mataron!... – gritó Josefina, en enloquecido tono…

-Pos nomás, pa’ que vea, cómo se siente que, ansina, nos maten a nuestrus hombris – le dijo Petra, en desafiante tono…

Mientras tanto, esposa, cocinera, hijas… todas, se arremolinaron alrededor del cadáver de don Vicente, quien, con abiertos ojos, recibió a la impredecible Parca…

***

 

Caminaban de regreso, mujeres e hijos, por el bosque, alumbrado el camino por una luna llena, que todo lo iluminaba…

Petra iba silenciosa, acompañada de sus hijos, como todas las demás…

Iba pensando en lo que su comadre le había propuesto, de que se les uniera para tomar justicia contra tanto catrín y hacendado “jijos”, que explotaban y mataban a campesinos pobres y sus familias…

Al principio, no estaba tan convencida. Pero, después de que vio que sólo mataban a los que tuvieran que matar, no lo pensó más. Sí, el que hubieran dejado vivas a la mujer e hijas de don Vicente, le pareció, a ella, muy bien. “Pos a’i, que se hagan bolas ellas”, le había dicho su comadre Leandra, en vista de que, ni las mató, ni las tomó prisioneras. “¿Pa’ qué quieri más bocas qu’alimentar, comadri?”, le dijo aquélla…

Petra, se adelantó hasta donde estaba caminando Leandra:

-Comadri… pos sí, me les arrejunto…

Leandra volteó a verla, sonriente:

-‘Tá güeno, comadrita – dijo, mientras, abrazándose, continuaron caminando bajo esa hermosa luna de octubre…

 

FIN

 

Tenochtitlan, 7 de agosto de 2020

(colección: cuentos de una sentada)

(Todavía en pandemia)

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