Infidelidad. Cuento por Adán Salgado
ILUSTRACIÓN: VIRIDIANA PICHARDO JIMÉNEZ
INFIDELIDAD
Por Adán Salgado Andrade
Roberto estacionó frente a su casa el Packard 1940.
Era ya 1942. Dos años antes, lo había adquirido, nuevo, por supuesto, para que armonizara con la inauguración de su nueva casa. Y ese año no podría cambiarlo, como acostumbraba hacer, pues por la guerra, se habían dejado de fabricar autos desde el 40.
La construcción estaba ubicada en esa muy tranquila zona residencial de la ciudad, escasamente habitada, justo en la esquina de las avenidas Álvaro Obregón e Insurgentes. Uno que otro automóvil circulaba por allí y, de vez en cuando, se escuchaba el sonido metálico de las ruedas del autovía que iba desde el Zócalo hasta el lejano San Ángel, el cual se desplazaba sobre las vías que estaban colocadas en medio de Insurgentes.
Roberto había mandado a edificar su hogar muy a su gusto, habiendo imaginado, desde el principio cómo sería, hasta dándole ideas al arquitecto que le hizo los planos. Además, no reparó en gastos para dejarla completamente a como él la quería.
Tenía que estar su casa, había pensado, muy de acuerdo con su nivel social y su profesión, la de exitoso abogado, a pesar de que apenas había cumplido los 28 años. Claro que era ventaja el que trabajara en el acreditadísimo despacho de su padre, don Roberto Gámez y Fuentes, muy prestigiado entre los juristas, pero Roberto confiaba en que pronto habría de independizarse y establecer, él también, su propio bufete, que esperaba fuera tan famoso y tan lucrativo como el de su progenitor.
De todos modos, la familia de Roberto era acaudalada y de rancio abolengo y don Roberto le había ayudado, con buena parte de los gastos, que requirió la construcción del hogar de Roberto junior. “Sí, hijo, tu casa debe de estar a la altura de los Gámez y Fuentes”, le había dicho el experimentado abogado.
Construida la casa en dos niveles, las largas ventanas exteriores y las dos puertas de la entrada, estaban hechas de finísima madera, pintadas en verde, flanqueadas todas por esbeltas columnas empotradas en los muros, trazadas en clásico estilo griego, rematadas por garigoleados, afrancesados arcos.
A ambos lados de la fachada, de unos doce metros de largo, sobresalían medios torreones desde la base hasta el remate del primer piso de la casa, dotados de tres ventanas por cada sección, así que contaban con seis ventanas cada uno, del total que ofrecía en su frente el conjunto.
Un balcón de unos cuatro metros de largo surgía de entre los torreones, rematado por elegante barandal de herrería tipo colonial.
La parte superior de la fachada estaba coronada en las esquinas por capiteles, cada uno con su pequeña ventana. Al centro de aquéllos, sobresalía una terraza techada con discretas tejas rústicas, que por las tardes servía a Roberto muy bien para área de descanso y de inspiración, desde la cual contemplaba el tranquilo parque que daba al frente de su hogar y a las escasas, acomodadas familias, como él, que se sentaban en sus bancas o se divertían jugando allí...
Pintada de blanco, la fachada armonizaba perfectamente con el verde de las ventanas y el rojo de las tejas de la terraza y de los dinteles de cantera negra, que adornaban arcos, remates de torreones y capiteles...
Roberto se detuvo por un momento a contemplar su magnífico hogar, como regularmente hacía, suspirando de gusto.
Cerró la puerta del Packard, pintado en sobrio color negro, y caminó hacia la casa, subiendo las escaleras que daban acceso a las puertas de entrada...
Al abrir la puerta, una estancia de regular tamaño lo recibió, con paredes cubiertas a la mitad por un elegante plafón de madera y el resto, por fino tapiz, un perchero en una esquina, y un paragüero en la otra.
Un arco la separaba de una amplia sala amueblada con sobrios sillones negros de piel, muy a la moda americana, cuyas paredes, al igual que la estancia, estaban cubiertas de madera y tapizadas de finas alfombras inglesas, lo que la hacía un apacible sitio para conversar con las ocasionales visitas que Roberto recibía en su hogar... o con sus frecuentes “conquistas”, sí, las mujeres que, deslumbradas por su prestigio, su apuesto físico, su galantería, su auto, su dinero... de repente, sobre todo en fines de semana, le hacían compañía a Roberto. “Aunque nada formal, ¿eh?”, decía a quien le preguntara si ya tenía prometida para casarse.
Sinceramente, Roberto pensaba, hasta no hacía mucho – antes de conocer a Edith –, que aún no estaba listo para un compromiso serio que incluso significara una afectación a su brillante profesión y a su muy prometedor futuro. “Mira, apenas tengo veintiocho años... quizá a los treinta y cinco... treinta y seis... ya empiece a pensar en casarme”, decía, irónico.
Luego de la acogedora sala, se encontraba el también amplio comedor, separado, igualmente, por un artístico arco y un par de redondeados escalones, pocas veces usado, excepto cuando se realizaban en él comidas familiares o de negocios.
Una elegante, larga, sobria mesa de caoba, con discretas molduras doradas, compuesta de doce sillas, se hallaba al centro de la habitación. A un lado, destacaba una elegante alacena de madera y cristales en la cual se exhibían copas y vasos muy finos, de cristal cortado.
En una esquina, también toda de madera, junto a la escalera en forma de caracol que subía al primer nivel, había una muy bien diseñada cantina, con sus bancos, su despachador, y una cava inferior en donde finos licores, vinos, whiskys, vodkas... y cuanta generosa bebida espiritual que fuera del agrado de Roberto, eran guardadas...
Y justo hacia la cantina se dirigió el joven abogado en ese instante, dispuesto a prepararse un whisky con soda.
A un lado del comedor, se hallaba un pequeño pasillo, al final del cual estaba la puerta que conducía a la cocina.
La voz de una mujer madura se escuchó:
-¿Ya llegó, licenciado?
-Ya, señora Elena...
-¿Gusta comer?
Pasaban de las cinco de la tarde. Generalmente, Roberto comía con su padre y los otros abogados en restaurantes cercanos al despacho, ubicado en la calle de Cinco de Mayo.
-No, señora Elena... pero al rato ceno... – respondió Roberto a la pregunta.
Elena era la cincuentona empleada doméstica, que iba de entrada por salida de lunes a sábado y que se encargaba de asear toda la casa, mantener limpia y lista la ropa de Roberto, y vigilar que el jardinero tuviera siempre bien cuidado el jardín trasero de la casa – al que se podía entrar por una puerta contigua a la de la cocina.
Antes, la mujer había trabajado en la casa de don Roberto, pero éste le había pedido que se fuera a laborar con su hijo, cuando la casa de éste, estuvo lista. “Doña Elena es muy buena empleada, hijo”, le había dicho a Roberto, a quien, en realidad, le tenía sin cuidado quién fuera a hacer las tareas domésticas en su hogar, con tal de que realmente hiciera todo bien. No era muy paciente para lidiar con “malas sirvientas”, como le decía a su padre, así que Elena era, para Roberto, la persona ideal, pues tenía la casa impecable, como a él le gustaba, se encargaba de cuanta tarea doméstica se requiriera y fuera de ocasionales preguntas sobre si quería comer o si se necesitaba pagar algo, aquélla prácticamente pasaba desapercibida. Ni siquiera cuando Roberto llegaba con alguna de sus ocasionales “amigas”, Elena interrumpía, excepto cuando Roberto la llamaba para pedirle algo, como que fuera a comprar una cerveza o lo que él y su “amiga”, requirieran.
Roberto llegó hasta la cantina. Buscó entre las bebidas que estaban en un anaquel superior su preferida, “Whiskey Old Parr”. Tomó del carísimo pequeño refrigerador con que contaba la cantina, marca “Westinghouse”, un agua quina “Canada Dry”, y una hielera metálica con cubos de hielo, cogió un vaso jaibolero del despachador, y se preparó un “whiskey on the rocks”, con un tercio de vaso de la generosa bebida, hielos y el agua quina hasta un quinto antes de la boquilla del vaso...
Dio un buen trago.
Sintió el ligero ardor que le producía la etílica bebida en su garganta y, luego, cómo le recorría el esófago hasta llegar a su estómago, en donde era depositada con reconfortante tibieza.
Recordó el caso de divorcio que le estaba llevando a una distinguida mujer, doña Edith Malraux de Ascona, una rubia treintona, descendiente de padres franceses, nacida en México, y que se había casado con el acaudalado cervecero Pedro Ascona, con el que había procreado dos hijos, pero cuyas constantes infidelidades la habían cansado y “ya no le voy a aguantar más sus indecencias, licenciado”, le había dicho a Roberto, cuando el padre de éste le pasó el caso a su hijo, dado que era relativamente sencillo divorciar a doña Edith.
Sobre todo porque las pruebas que ella misma aportó a la investigación, eran contundentes, pues se trataba de las muchas fotografías que un detective privado que contrató, le había proporcionado, en las que se veía al señor Ascona saliendo de cabarets, con “mujeres vulgares”, entre besos y abrazos, muy alegre; en algunas, subiendo a su Cadillac, en donde, presto, lo esperaba su chofer. Y cuando el detective había seguido al auto, el destino era un lujoso hotel del centro de la ciudad, como el Regis, y la secuencia fotográfica mostraba al hombre y a la mujer en turno, bajar del vehículo y dirigirse al hotel y entrar, ambos, con muy alegres rostros. Y luego, las imágenes los mostraban saliendo del sitio, ahora con muy satisfechos rostros ambos. El detective le dijo a Edith que, incluso, podía fotografiarlos in fraganti en la habitación del hotel, pero aquélla consideró que eso no lo podría soportar, así que se conformó con las decenas de fotos ya descritas.
Roberto, al principio, pretendió objetar que su padre le hubiera dado un caso fácil, pues él prefería aquéllos en donde había un embargo, una indemnización o un delito de por medio, pero cuando él y Edith fueron presentados, Roberto se sintió tan profundamente atraído por la belleza y la clase de la francesa-mexicana, que, sin titubear un solo momento, aceptó gustosísimo llevar el divorcio. “No se preocupe, señora... la verdad es que está muy sencillo de resolver su problema, pan comido – le decía Roberto a Edith, el primer día que tuvieron contacto, mientras él revisaba todos los pormenores y las fotos que evidenciaban la infidelidad del parrandero marido –. Y como están casados por bienes mancomunados, vamos a hacer que su esposo le deje la mitad de sus bienes y le pase pensión completa para sus dos hijos, sí, va a ver”...
Había transcurrido un mes desde entonces y Roberto, algo mañosamente, había estado alargando innecesariamente el divorcio. “Estoy enamoradísimo de una clienta”, le había platicado a algún amigo en una reunión de cantina de lujo. “De verdad que aunque me lleva dos años – Edith tenía 30, dos más que Roberto – y aunque tenga dos hijos – Edith era madre de una preciosa, rubia niña de 8 años y de un no menos apuesto niño de 6 –, no sabes cómo estoy de emocionado con ella... la verdad que, en cuanto termine con su divorcio, me le declaro y luego luego le voy a pedir que nos casemos, te estoy hablando en serio, hermano...”
Y era tan serio lo que Roberto sentía por Edith, que ni disimulaba la forma en que le tomaba la mano y se la besaba al saludarla o si ella le entregaba una nueva foto, el locuaz abogado la tomaba de tal forma que antecedía una caricia al suave torso de esas delicadas, tersas manos, que tanto lo seducían al solo contacto...
Pero sus lisonjas y velados coqueteos, lo había notado Roberto, no habían sido en vano, pues le eran correspondidos por Edith, quien tampoco disimulaba el gusto que sentía cada que veía a Roberto para ver “cómo va mi asunto, licenciado”, frase que era acompañada por una hermosa, encantadora, sugestiva sonrisa, enmarcada por el rojo de sus delineados, finos labios. Ni tampoco reparó Edith cuando Roberto le propuso que “Edith, ¿la puedo tutear?”, a lo que, de inmediato, aquélla respondió “¡Pues pensé que nunca me lo ibas a proponer, Roberto!”...
Y a partir de allí, la relación, sentía Roberto, era ya más cercana, más íntima, pues Edith le platicaba muchos detalles que normalmente no le platicaría un cliente a su abogado, como que “Pues fíjate que mi esposo es muy mal amante... de verdad... últimamente... pues... ay, me da pena decírtelo... ya ni tenemos intimidad... yo creo que es por todas sus infidelidades que ya ni siquiera me quiere tocar...”, y eso se lo contaba como pretendidamente afectada, pero dirigiéndole unas muy sugestivas miradas, que nada más de recordarlo en ese momento que se tomaba su whiskey, hasta sintió un escalofrío recorrerle su cuerpo.
Pero como toda una buena dama y él, un muy buen caballero, no habían pasado de esa cercanía de gestos y coqueteos correspondidos, pero nada más... no, con ella, pensaba el joven licenciado, no quería una aventura, sino que fuera la mujer de su vida, junto a la que luchara por el resto de sus años...
II
La mujer, envuelta en ese largo vestido, caminó hacia la amplia cama.
Roberto la miraba, extasiado, aunque también había notado la sobriedad de la habitación en donde se encontraba, decorada ricamente, con tapetes árabes, cuadros de personajes femeninos, masculinos, paisajes, cadenas de plata, estatuillas… y unas lámparas, que pendían en el techo, de plata, así como candelabros para iluminar ese sitio, que parecía como antiguo…
La cama tenía encima un techo, sostenido por cuatro delgados postes metálicos que, imaginó Roberto, sería para colocar mosquiteros por las noches, como alguna vez había leído en un libro de decoración antigua, que para eso se usaba…
Ignoraba por qué estaba allí, pero no le importaba, fascinado por la mujer que ya estaba junto a la cama.
Luego, se despojó del sobrio vestido negro, quedando desnuda completamente. Se acercó a Roberto, a quien bajó sus calzoncillos, lo único que traía puesto. Su erectísimo miembro, se tornó más duro al contacto con la boca de ella, que por algunos momentos la acarició lascivamente con sus labios y lengua…
-¡Ven para acá! –, exclamó Roberto, jalándola hacia él
La mujer, muy complaciente, se acercó y comenzó a besarle su boca, frenética, muy excitada…
Fue correspondida por Roberto, quien, muy entendido en eso de hacer el amor “salvajemente”, pronto la tuvo debajo de él, penetrándola con todas sus fuerzas, así, como si estuviera en su clase de esgrima y su espada, arremetiera a su “enemiga”, con toda su energía…
En pocos minutos, el intenso orgasmo les llegó, casi simultáneamente…
-¿Te gustó? – dijo la mujer
-¡Sí, sí… nunca había hecho así el amor! – exclamó Roberto, aunque le había mentido, pues ya, otras veces, había tenido orgasmos así. Pero, sí, había sido distinto, no lo negaba, especial, como si ya antes hubiera estado con esa chica…
-¡Qué bueno, Roberto… porque seré tuya toda la vida… y tú, serás mío toda la vida – dijo ella, acentuando mucho esta última frase
Roberto volteó a verla:
-Oye, primor, pero ni siquiera sé tu nombre… y ahora que lo pienso, ¿cómo es que estoy aquí? – preguntó, entre confundido, curioso, expectante… confiando en que la chica le aclarara sus dudas…
Ella, sólo lo miró, sin decir nada.
-¿No me vas a contestar?
La chica se levantó de la cama, se puso su vestido de nuevo y caminó hacia la obscuridad de la habitación, sin molestarse en voltear a verlo…
Fue cuando Roberto despertó.
“Pinches whiskys”, pensó, sobándose la cabeza…
Muy raro el sueño, entre agradable, por la “cogida tan rica y realista”, como si hubiera estado él allí, con esa enigmática mujer, de negros ojos, bronceada piel, magnífica figura y, extraño, por la forma cómo lo miró, como si quisiera decirle algo…
“Mejor ya no voy a tomar tanto por las noches”, se dijo.
Miró su reloj Longines, eran las diez. Bajó a la sala.
Lo sobresaltó el teléfono, que estaba sobre una mesita de caoba y marfil, en una esquina de la sala.
-Yo contesto, señora Elena… ¿bueno?... – respondió.
-¡Roberto – respondió la voz de una mujer –, quedamos de ir a comer hoy!, ¿recuerdas?
-¡Claro, sí, sí, Esperanza paso a tu casa a las tres! – dijo Roberto, reconociendo la voz de su vieja amiga de la escuela, no muy animado
-Está bien, aquí te espero… me tocas el claxon…
Colgó.
Volvió a recordar a… ¿cómo se llamaba?, del sueño… ni le dijo su nombre, pero quedó él tan extasiado con esa beldad, que, con gusto, volvería a tomar mucho whiskey, con tal de soñarla de nuevo, no le importaría otra cruda…
La voz de la señora Elena lo asustó:
-Buenos días, joven Roberto… ¿va a desayunar?
-Eh… no, no, ando algo… algo crudo… por favor, tráigame una cerveza, en lo que me baño…
***
Tarros de cerveza acompañaban a la arrachera argentina y los cortes finos al carbón, en el restaurante argentino “El rincón gaucho. Desde 1920” – cómo anunciaba el letrero –, ubicado en Isabel la Católica, que tanto gustaba a Roberto.
Esperanza conversaba y conversaba, sobre una demanda que ella, también abogada, estaba haciendo por el embargo de una tlapalería, que el Banco de Comercio estaba tramitando, por una impagable deuda, pero Roberto no le seguía mucho la plática, distraído por la imagen de la mujer del sueño
-¿Qué te parece lo de la demanda? – le preguntó ella
-Ah… ah… sí, sí, está bien –, balbuceó Roberto
-¿Pero qué te parece el procedimiento?
-Pues…
-¡Ay, ni atención me pones!… bueno, pero… quiero que vayamos al cine, ya estrenaron la de Casa Blanca, está en el Roble…
-Eh… mira, Espe… es que ayer tomé mucho con unos amigos… y no me siento muy bien… ¿tendrías inconveniente en que, mejor, te llevara a tu casa?
Esperanza pareció contrariada:
-Ay… bueno, sí, como quieras, Beto… Roberto… sí…
Corrigió, pues a Roberto, le “reemputaba” que lo llamaran por ese “pinche diminutivo”.
Pidió la cuenta. Habían sido ¡ochenta pesos!, prohibitivos para cualquier persona con salario mensual de 60, 80 pesos, como percibía la mayoría de la clase trabajadora, pero no para Roberto, quien se jactaba de tener mucho, mucho dinero.
-¡No sé por qué siempre te gusta venir a este restaurante tan caro, Roberto! – exclamó Esperanza.
-Porque está muy rico, ¿no?
Ella, sólo encogió los hombros, como diciendo “pues es tu dinero”, para gran satisfacción de Roberto.
Pagó, dejó ¡diez pesos de propina!, y salieron del sitio, que estaba bastante lleno esa tarde de sábado.
El encargado de estacionar los autos, le llevó su Packard. Le dio ¡un peso de propina!
-Bueno, pero para el otro sábado, sí vamos al cine, por favor, Roberto – pidió Esperanza, cuando, más tarde, circulaban por la tranquila avenida Insurgentes, con uno que otro auto recorriéndola, dirigiéndose a la Roma, que era en donde Esperanza vivía, no muy lejos de la nueva casa de Roberto.
Eran amigos desde la facultad de derecho… bueno, al principio, fueron novios, pero no funcionó. Quedaron en buenos términos y, desde entonces, se veían como buenos amigos… aunque, a veces, tenían sus amorosos encuentros…
Pero esa tarde, la tenía “dedicada” Roberto a Laura, una nueva “amiga”, que recién había conocido en una fiesta.
Le había hablado de su casa, que deseaba llevarla, cenar y tomarse unos tragos y ella había aceptado. Le hizo asegurarle que iría. Ella, titubeando, le dijo que pediría permiso a sus padres, pero él le insistió. “Si quieres, yo les hablo y les pido permiso”, le dijo. “No, no te preocupes, Roberto, yo lo haré”, fue su respuesta final.
Le había pedido a la señora Elena que preparara ese pescado a la veracruzana, que tan bueno le quedaba. Y completaría la cena con tragos de su vasta colección de bebidas…
***
Eran las ocho, hora en que había quedado Laura de llegar.
Un minuto después, Laura tocaba el timbre.
Había llegado en taxi, le dijo a Roberto, cuando entró y, maravillada, exclamó:
-¡Está preciosa tu casa, Roberto!
-Tu casa, también, Laura… gracias… no tiene mucho que la estrené. Yo mismo intervine en el diseño y la construcción – dijo, muy orgulloso.
-Muchas gracias… sí, está muy linda, de verdad – dijo Laura.
Roberto tomó su abrigo, pues por el mes, octubre, ya se sentía bastante frío.
Laura caminó y se sentó en uno de los mullidos sillones.
-¿Quieres tomar algo, antes de cenar? – preguntó Roberto
-Ay… pues… no sé qué tengas…
-¡Lo que tú quieras, encanto! – afirmó categórico y atrevido, Roberto, con lo de encanto
-¿Coñac?... ¡no es cierto, es broma!
-¡Sí, claro!
-¿¡Tienes coñac’! – preguntó Laura, asombrada, pues era bebida muy cara, que ella, por ejemplo, en su condición de clase media, dependiente aún de sus padres, no podría darse nunca ese lujo.
-Sí… ¿lo quieres frío? – preguntó Roberto, casual.
-Eh… sí, sí…
La botella ya la habían terminado.
Y habían pasado de platicar cosas familiares, como que el padre de ella era muy buen abogado – de hecho, la fiesta en que se habían conocido, había sido una reunión de abogados de muchos despachos, en un gran salón, quienes habían llevado a sus familias –, pero que ella estudiaba para maestra “porque me gusta mucho la enseñanza”, que la familia de ella era muy liberal, de que si ella tenía novio, “no tengo”, y que si él tenía novia, “tampoco”, y ya, subido el alcohol, sobre todo a Laura, los besos frenéticos, habían dado lugar a las palabras…
Más tarde, estaban en la recámara de Roberto, quien aprovechó que Laura estaba bastante borracha, para llevarla allí, desnudarla, desnudarse él y “cogérsela”… bueno, no tanto, no pasó de acariciarle todo su cuerpo, sin penetrarla, pues le había dicho que era “virgen” y a él, no le gustaba meterse con las vírgenes…
Capaces sus padres de que lo obligarían a casarse a la fuerza, si la chica salía embarazada…
Además, no pasaría de esa pasajera aventurilla…
No, a pesar de que Laura estaba muy guapa, por su juventud, veinte años, así como su inmadurez, tampoco le parecía la mujer ideal para entablar un nuevo noviazgo, de los tantos que había tenido, con infinidad de mujeres…
Pero con quien realmente deseaba “sentar cabeza”, era con Edith, sí, con esa mujer de gran alcurnia y belleza, ¡hasta el altar! Total, tendrían otros dos hijos, para compensar los dos previos de ella…
Sí, por eso, con ella, nada de hacer el amor antes, no, hasta que se casaran…
Le puso a Laura un camisón, que tenía para ocasiones así, la tapó muy bien, para que no fuera a resfriarse y se fue a dormir a la otra recámara, de las cuatro con que contaba su casa…
En la mañana, le diría que se había puesto muy, pero muy borracha y que la había llevado a la recámara a dormir, que la había “respetado mucho”. Seguro, no recordaría nada.
Lo inevitable iba a ser la “regañiza” que le daría su padre, por haberse pasado la noche fuera de su casa. Pero como Roberto la iría a dejar, le dirían que habían tenido una fiesta en su casa y que a ella se le habían pasado las copas y que no les había querido telefonear, por la pena, y “ya ve, cómo es de insegura la ciudad en las noches”, la excusaría.
Todo eso, viniendo de un abogado tan importante y acaudalado como él era, pensó, que no habría tanto problema, porque, además, no era la primera vez que le pasaba con damas así, no de sociedad, precisamente, sino de familias clasemedieras, que buscaban que sus hijas tomaran un buen partido, como Roberto, y por eso era que les daban ciertas libertades a sus hijas…
Se envolvió en las cobijas y casi de inmediato se durmió, deseando, de verdad, que volviera a tener ese enigmático, excitante sueño, con la mujer sin nombre…
***
En efecto, no hubo demasiado problema cuando, al día siguiente, a Laura, ya recuperada, Roberto la fue a llevar a su casa. Su madre, hasta lo invitó a comer, sobre todo, luego de ver, ella y su esposo, que Roberto, después de tocar la puerta, muy a propósito, cuando le abrió la mujer, se dirigió al Packard, para, dando muy educado la mano a Laura, bajarla del lujoso auto.
Pretextó que tenía una reunión de amigos, pero prometió que en otra ocasión, aceptaría la invitación. “Su hija es una excelente, educada, recatada chica… cuídenla mucho”, dijo, antes de despedirse…
III
Roberto y Edith, platicaban en el despacho de él:
-Mira, Edith, ya pronto se resolverá la demanda de divorcio… estoy muy avanzado en los trámites.
-Muy bien, Roberto… la verdad es que… ya quiero que se resuelva lo antes posible…
-Yo también… ya sabes que… que, desde que te expresé mis sentimientos, lo que más quiero en la vida es que… que nos casemos pronto…
Las manos de ambos, se estrecharon sobre el escritorio:
-Yo también, querido… los niños están muy entusiasmados contigo. Les gusta mucho cuando nos llevas a comer, a Chapultepec, al cine… ¡los tres estamos muy contentos!...
Habían pasado casi dos meses desde que Roberto le había declarado a Edith cuánto la amaba y que le pedía que aceptara ser su prometida, pues estaba perdidamente enamorado de ella, de su inteligencia, de su belleza…
Edith, que era ya lo que esperaba, aceptó de inmediato…
Sus bocas no esperaron el ansiado encuentro, que tuvo lugar a la sombra de un árbol, dentro del Packard de Roberto, frente a la casa de Edith, una gran mansión, ubicada en el Paseo de la Reforma, que era de los padres de ella, también muy acaudalados empresarios, franceses, dueños de una importante cadena mundial de restaurantes. Edith trabajaba como administradora para ellos…
-Entonces, esperemos que para la semana entrante, ya esté la demanda, para que tu, bueno, Pedro, venga a firmarla…
Se había complicado la demanda, porque Pedro Ascona se rehusaba a que el divorcio fuera de común acuerdo, a pesar de las evidencias de sus infidelidades. Pero más era su renuencia a dar la mitad de su fortuna a Edith y, menos, a pasarle pensión.
Edith, para agilizar los trámites, cedió en lo de la pensión, pero en lo que no dio un paso atrás, fue en la cuestión de quedarse con la mitad de los bienes, pues “¡Acuérdate, Pedro, que mi padre te prestó varias veces, para que tu negocio no quebrara y te fuera bien!”, estalló una vez en el despacho de Roberto, demandando la mitad de los bienes de su aún esposo.
Pero ya también, en eso había cedido Pedro, amenazado por Edith, de que haría cualquier cosa para quedarse con su parte, pues no estaba dispuesta a dejársela, para que “se las gaste en sus mujerzuelas”, como le había dicho a Roberto.
Se veía que Edith era de gran carácter y de muchos valores, como la fidelidad, que era algo que le había pedido, muy seriamente, a Roberto, fidelidad, que fuera fiel…
Y, desde que ella aceptó su proposición de noviazgo y matrimonial, Roberto no volvió a llevar a mujer alguna a su casa. Siguió viendo a amigas, pero eso, sólo amigas, y cuando había alguna insinuación de parte de ellas para tener otra cosa, Roberto, muy enfático y orgulloso, les decía que se casaría en poco tiempo y que era de una sola mujer…
“¿¡Tú, fiel!?… ¡no me hagas reír, Roberto!?”, rompió a carcajearse Esperanza, cuando se lo dijo, un día que ella le pidió que estuvieran juntos. “Así como lo oyes, amiga”, dijo él, muy casual. Esperanza se levantó de la mesa del restaurante, sacó un billete de cincuenta pesos y se lo aventó. “¡Nunca me vuelvas a hablar!”, le gritó, pues eso era demasiado. Le había aceptado que tuviera sus encuentros con otras, que la viera a ella como amiga y novia, bueno, novia no, pero sí, para acostarse con ella, pero que ya estuviera comprometido con una ¡mujer con hijos!... no, demasiado para ella…
Pero a Roberto no le importó que su “mejor” amiga se fuera y lo dejara comiendo solo. “No es mi mejor amiga… si lo fuera, no hubiera reaccionado así”. Sabía que eran celos, pues Esperanza nunca dejó de pensar en que alguna vez, ellos se casarían y tendrían hijos, por el tanto tiempo que tenían de conocerse. Mas, para Roberto, fue siempre una “buena amiga”, que a veces dejaba “cogerse”…
***
La demanda se resolvió la siguiente semana y, muy contentos, Edith y Roberto comenzaron a fijar fecha para la boda y a hacer planes…
IV
Esa noche del viernes, anterior al sábado de la boda, Roberto decidió tomarse un par de whiskeys, no más… no iba a ir crudo a su propia boda…
De repente, lo asaltaron los temores, de que las cosas no salieran bien, de que Edith fuera demasiada mujer para él, de que no pudiera con los niños…
Incluso, lo había platicado con su padre esa mañana, en el despacho. “A todos nos da miedo cuando nos casamos, pero, ya vez, tu madre y yo, ahí seguimos, luego de casi treinta años… mira, tómate la tarde, tómate un whiskey, para darte valor y duérmete temprano. Te vemos en tu casa a las diez de la mañana”, le había dicho el comprensivo hombre.
Eso hizo Roberto.
Se había puesto a revisar todo, su traje, su camisa, su corbata, los anillos, las mancuernillas, el pisacorbata…
Había ido a la peluquería, para que le cortaran el cabello a la moda, a la Clark Gable, pero pidió que no le pusieran vaselina, que él lo haría al otro día, para que el peinado estuviera impecable…
Llevó el Packard a lavar y a que lo revisaran, en la agencia de esa marca, que quedaba por el Centro.
Habían decidido irse a Acapulco, de luna de miel, una semana. Edith, dejaría a sus hijos con sus padres. Ya, en las vacaciones escolares de diciembre, irían de paseo juntos a California, en donde Edith tenía parientes, para pasarse allá la navidad…
La señora Elena se había marchado. El filete que le había preparado a Roberto, apenas si había sido probado por el joven, nervioso abogado.
Vio su reloj, las ocho treinta.
Sí, era temprano para tomarse un par de tragos, sin gran problema…
Fue a su cava y sacó su “Old Parr”, de los varios que tenía…
Su agua quina “Canada Dry” y unos hielos, completaron su bebida, que tomó de un “jalón”…
De repente, se puso a pensar en la mujer del sueño, como la había llamado, y con la que nunca más había vuelto a soñar…
“Yo creo que me tendría que emborrachar como la otra vez”, reflexionó…
***
La enigmática mujer, envuelta en su largo vestido negro, se fue acercando a la cama…
Roberto estaba feliz, muy excitado, lo que podía verse en su erecto, duro pene…
La mujer se desnudó, pero no acercó su boca al pene, como la vez anterior…
-Hoy no te complaceré con eso – dijo, con tono como de reclamación y molestia…
Roberto sacudió su cabeza, confundido:
-¿¡Por qué!?
-Pues… porque me has sido infiel…
-¿¡Infiel!? – preguntó de nuevo Roberto, extrañado…
-Sí…
-Pero… pero no… si hasta me voy a casar conti…
Roberto no completó la palabra, pues, en su confusión, hasta pensó que esa mujer era Edith…
-¿Conmigo, quisiste decir?
Como era un sueño, pensó Roberto en “seguirle la corriente”. “Con tal que me la mame y me la coja rico, pues es un sueño… y ni modo de que Edith me acuse de serle infiel en un sueño”, pensó, irónico:
-Sí, ya quedamos, ¿no?...
-¿De verdad, nos vamos a casar, Roberto?
-¡Ay, sí, sí… pero tú sí sabes cómo me llamo, y yo, ni sé cómo te llamas! – reclamó Roberto, medio en broma, medio en serio…
-¿Quieres que te lo diga?... pero debes de prometerme que sí nos casaremos…
-Claro, te lo prometo…
La mujer, entonces, buscó el pene de Roberto con su boca y comenzó a hacerle muy fuertes, excitantes felaciones.
Roberto tenía cerrados los ojos, por la emoción…
-Te lo diré al oído, querido… – dijo ella, luego de despegar su boca del pene del joven abogado…
Y, muy lentamente, encima de él, fue avanzando, dando besos leves y lengüeteos a su lampiño pecho…
Por fin, su boca se acercó al lóbulo de la oreja derecha, al que empezó a dar leves mordiditas y lamidas a su delicada piel…
Pedro percibía su suave aliento, a limpio, embriagador, perfecto…
-¡Soy la muerte! – gritó de golpe la mujer, mientras su cuerpo, antes sensual y bello, se transformó en una corrupta, huesuda, masa tumefacta y de su boca hedionda, que se pegó herméticamente a la de Roberto, emanaron putrefactos gases, que aceleraron la asfixia del aterrorizado Roberto, quien lamentó haber tomado demasiado…
V
Todos pensaron que Roberto se habría arrepentido y habría dejado plantada a la llorosa novia…
Pero aún no se enteraban de que los padres y hermanos de Roberto, tuvieron que llamar a un cerrajero, en vista de que nadie abría la casa…
Y que lo hallaron muerto, en uno de los sillones de la sala, con la botella de Old Parr vacía…
Y que el doctor, al que urgentemente llamaron, sentenció como causa de la muerte, “alrededor de la una de la mañana, congestión etílica”…
FIN
(historia que terminé hace años, pero que, por causas totalmente ajenas a mi voluntad, cuando la quise revisar, el archivo sólo la tenía hasta la página 8, por lo que hoy, 26 de diciembre, del 2019, me puse a completarla)
Huichapan, 26 de diciembre de 2019