EXPLOSIVOS... Cuento por Adán Salgado

 

ILUSTRACIÓN: VIRIDIANA PICHARDO JIMÉNEZ

 

EXPLOSIVOS

POR: ADÁN SALGADO ANDRADE

 

El sargento Alex Krasovec, contaba los dos mil dólares, que la nueva entrega del explosivo plástico C4, que robaba del campo de entrenamiento en Camp Shelby, al final de los entrenamientos, le había rendido.

El contacto que su amigo Fred, otro de los mariners que pertenecía a su misma compañía, le conectó, había sido bastante lucrativo. Le había comprado las tres granadas de fragmentación y todo ese C4, que por varias semanas, le había estado vendiendo. “Muy bueno ese güey que me conectaste, Fred”, le había dicho en varias ocasiones.

Calculaba que habría sacado unos veinte mil dólares en ese tiempo, “bastante buenos”, lo de cuatro meses de sueldo, “pero en un mes”. Ya le había echado el ojo al nuevo Mustang, un verdadero auto, “no las chingaderas japonesas o alemanas”. Seguía prefiriendo los muscle cars americanos, verdadero reflejo del poderío de su país. Como debía de ser de un patriota, seguía apoyando todo lo que se fabricara en América, para hacerla grande de nuevo, que era el lema de Trump. “Pero hasta nuestros autos, tienen partes chinas, mano”, le había dicho Fred, sobre lo del Mustang. Alex, sólo se había encogido de hombros y respondido que “es mejor eso, a las chingaderas japonesas”…

“Trump, sí es un presidente, no el puto negro que nos impusieron”, reflexionaba, mientras guardaba el dinero en su billetera.

Sí, Trump, realmente, estaba luchando por hacer grande de nuevo a América. No sólo tratando de impulsar a las industrias americanas, sino prohibiendo que más pendejos mexicanos u otros putos latinos o árabes, entraran a su país. “Pinches pendejos, que se queden en sus putas naciones, no que nos invadan”, pensaba. Y lo tenía muy contento que ese racista estuviera en el poder.

Con gusto, haría lo que su primo Joseph, que vivía en Arizona y que se ponía a cazar a malditos greasers, con tal de que se fueran a la chingada. Pero era un maldito soldado, y estaba a las órdenes de pendejos, que ni idea tenían de cómo manejar a la armada, ni de cómo defender al país.

Por eso, no le importaba “violar” las reglas y robar, frecuentemente, C4 o granadas, y venderlos, como hacían Fred y muchos otros mariners.

Con esos veinte mil dólares, pensaba, en el fin de semana, pasar por una agencia de Ford, para dar el enganche del Mustang que se compraría, con el que sustituiría su Dodge Charger, con el que ya tenía tres años. “Tiempo de cambiar”, se dijo, cuando se decidió a comprar el Mustang.

Iría con Liza, su esposa, Paul, su hijo de cuatro años y Karen, la pequeña, de dos.

A Liza, calculaba que en un mes más de vender explosivos, le renovaría su BMW y le compraría un SUV Explorer, “para que te deshagas de esa chingadera alemana”.

Bastante satisfecho, salió de la base, se dirigió hacia su Dodge, se subió, lo encendió, y manejó, muy feliz de haber completado para el enganche del Mustang, hacia su “hogar, dulce hogar”…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

II

 

Roger estaba muy encabronado.

Detestaba que América estuviera siendo invadida por tanto pendejo extranjero, que cafés, negros, amarillos…

Los culpaba de no haber hallado empleo desde hacía meses. De nada le había servido terminar su high school, pues por más solicitudes que había hecho, nada había hallado. Ni en los putos Walmart’s, había tenido suerte. Lo que sí había visto en la tienda de esa cadena, en donde había hecho su solicitud, era que prácticamente todos los empleados eran malditos prietos. No sólo eso, sino que los clientes, también casi todos eran pendejos latinos. “¡Nos han invadido esos hijos de la chingada!”, pensó, con coraje, mientras revisaba ese paquete, un envoltorio de periódicos, metidos en una bolsa de plástico negra.

Su madre le llamó:

-Roger, cariño, ya está la cena.

Vivía con Mary, su madre, y su hermana Sharon, una adolescente que apenas si aguantaba él.

Su padre, los había abandonado cuando él tenía cuatro años. “Nos dejó por irse con otra pinche vieja”, le había dicho su madre, y para colmo, “mexicana”.

Eso, le había creado un añejo odio contra todo lo “chingado prieto”, desde niño. Y a sus 19 años, ya había contemplado vengarse. “Sí, se irán todos a la mierda”, se prometió.

Había conectado por el internet a un dealer, que le vendió explosivo C4, por 1000 dólares, los que había estado minuciosamente ahorrando, de sus anteriores empleos, puras “mierdas”, sirviendo hamburguesas en McDonald’s o Wendy’s…

-Ya voy, madre – dijo, con cierto desgano, pues no tenía mucha hambre, pero no le gustaba dejar esperando a Mary, ni a Sharon, pues la cena, era casi el único momento en que podían reunirse.

Revisó el C4, que sacó de entre los periódicos, el que tenía pensado que estallara a distancia, con un detonador, que también le había vendido el dealer.

“No faltan los pendejos soldados que me los venden”, le había dicho ese hombre, un blanco, ex mariner que, como Roger, “también me cagan todos los putos greasers que nos están invadiendo. Ojalá que puedas hacer algo con estas madres, hijo”, le dijo, razonando que un chico como Roger, no las querría para “jugar”…

(Ese hombre, apodado Búfalo, recién se había encontrado con Alex, el soldado, a quien había comprado tres granadas y el C4, el que le había vendido a Roger)…

Roger suspiró, orgulloso de ver el paquete.

“Sí, hijos de la chingada, me las pagarán”, dijo, levantándose de su silla, para salir de su habitación y dirigirse al comedor…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

III

 

Alex y Liza, veían a sus pequeños, divertirse en esos juegos plásticos, en donde subían escaleras, pasaban por túneles y se deslizaban por resbaladillas, junto con otros niños. Era el lugar dedicado a niños, que había en esa plaza comercial, con tal de que los padres, pudieran hacer sus compras, mientras sus “peques” jugaban.

Hacía un rato, habían ido a la agencia Ford, para dar el enganche del Mustang. Todos subieron al modelo exhibido. “¡Está muy bonito, papi!”, había exclamado Paul, recorriendo todo el interior del auto, feliz de que su padre, se fuera a comprar un auto tan “lindo”.

Liza, igualmente, quedó encantada. Hasta la pequeña Karen, se mostró muy contenta, a pesar de ser tan pequeña. “Cuando seas grande, cariño, tendrás uno de estos”, le había dicho Alex, muy orgulloso.

Roger, pasó frente a ellos.

Arrojó un paquete a un bote de basura, cercano a los juegos.

En esa plaza, estaba la tienda de Walmart, en donde tampoco le habían dado empleo, por estar plagada, según él, de “putos greasers”…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

IV

 

Roger, decidió arrojar el paquete de C4 en un bote de basura.

Se cruzó con Alex y Liza, a quienes miró con odio, aborreciendo la cara de felicidad que tenían.

“Malditos pendejos, qué tienen que celebrar, conviviendo con tanto greaser” reflexionó.

Se alejó varios metros del bote de basura, junto al que estaban los juegos en donde se divertían Paul y Karen.

Sacó su celular, abrió una aplicación, que accionaba el detonador embebido en el C4, arrojado al bote de basura, y apretó el botón de apagado del celular.

“Mueran, pinches putos”, pensó, con coraje, mientras escuchaba el tremendo estallido…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

V

 

La brutal explosión, tomó por sorpresa a Alex y a todos…

Los despedazó a él, a Liza, a sus hijos y al resto de las personas, la mayoría, blancos, que habían estado cerca del bote de basura que estalló…

Antes del fatal estallido, Alex estaba imaginándose que irían a la playa todos, cuando le entregaran el Mustang…

 

FIN

 

Tenochtitlan, 22 de enero de 2022

(De la colección: cuentos de una sentada

por pandemia)

 

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