EL HIELERO... Cuento por Adán Salgado
Ilustración Viridiana Pichardo Jiménez
EL HIELERO
POR ADÁN SALGADO ANDRADE
Pedro jaló las riendas para detener al caballo que jalaba la carreta. Ésta, cargaba un contenedor de madera, en donde estaban los bloques de hielo que aquél repartía todos los días, en casas de los mejores varios de Nueva York, los que podían darse ese lujo. El letrero “Home Ice Company”, a los costados del contenedor, podía leerse.
Era agosto de 1892.
Hacía algunos meses que Pedro se había ido a trabajar allí, con tal de conseguirse un empleo “decente”, que no pagara tan mal. Había nacido y vivido en Texas, en Corpus Christi, con sus padres y hermanos. Su padre, un agricultor, tenía frecuentes problemas, pues, como descendientes de mexicanos que eran, lo discriminaban mucho y le pagaban las cosechas de trigo y maíz, por debajo de lo que pagaban a agricultores blancos.
“Me voy a Nueva York, pa”, le había dicho Pedro a Vicente, su padre, meses atrás. Su objetivo era hallar un empleo que le diera suficiente dinero para ayudarlos, a su madre Clementina y a sus cuatro hermanas y tres hermanos.
En algún momento, pensó en irse a México, al país de sus abuelos. A ellos, los “gringos” los habían convertido forzadamente en “American Citizens”, cuando arbitrariamente, Estados Unidos se había anexado a Texas, antes de que también, por la fuerza, siguiera robando más territorio de lo que fuera México. Esa parte de la historia, no se enseñaba en las escuelas estadounidenses, pero la habían aprendido los descendientes de mexicanos por tradición oral, como una especie de resistencia en contra de la forzada incorporación.
Algunos habían rematado sus tierras a lo que fuera y se fueron a México, pero los abuelos de Pedro decidieron quedarse, no estaban dispuestos a perder todo lo que tenían, sólo por la codicia de los “gringos”. Sin embargo, una de las consecuencias era la discriminación con que eran tratados, en todo. No tenían los mismos derechos que los americanos, sufriendo vejaciones de todo tipo, humillándolos en el trabajo, en las escuelas, en las transacciones comerciales…
Pero cuando unos “paisas” le dijeron lo de que Porfirio Díaz era un “cabrón” con los pobres, prefirió marchar a Nueva York, en donde, también le habían comentado, por ser una ciudad más cosmopolita, era más abierta. En efecto, cuando llegó, vio a muchos negros conducirse más libremente que los pocos que había en Corpus Christi, además de mexicanos, chinos, japoneses, italianos, españoles, argentinos… y de otras nacionalidades, que habían ido a buscar suerte en esa ciudad tan grande.
Sí, le admiraron sus altos edificios, sus barrios lujosos, los de clase media, sus calles recorridas por elegantes carruajes, jalados por cuidados corceles…
¡Pero también esos extraños carruajes sin caballos!
Los que sabían, le decían que eran de vapor, la mayoría de los que veía circulando, “pero también los hay de gasolina – ni idea de qué fuera eso, tenía Pedro – o eléctricos”, le decía John, el capataz de Home Ice Company, quien revisaba que cada repartidor de hielo, cumpliera con su diaria cuota, sobre todo, que los bloques de hielo llegaran lo más completos posibles a los hogares que los requerían.
“¿Eléctricos, como los focos?”, preguntaba Pedro, fascinado, pues cuando vio un foco eléctrico, por primera vez, justo allí en Nueva York, en la posada en donde se alojaba, por tres dólares a la semana, le pareció algo mágico, como si alguien hubiera colocado una vela dentro de esa especie de esfera alargada de vidrio, el foco, como le dijeron que se llamaba. “Sí, Pedrou, carruajes eléctricos, como los focos”, le respondió John a su pregunta de esa vez.
Y aunque al principio todos esos extraños carruajes sin caballos le maravillaron, con el tiempo, se fue acostumbrando. “A todo se acostumbra uno, menos a no comer”, se decía.
Cuando recién llegó, pudo hallar un trabajo en un muelle, cargando y descargando barcos, pero le pagaban apenas tres dólares por semana. Con los alojamientos tan caros, justo de tres dólares, no le quedaba nada, por lo que tenía que doblar turno, para que le pagaran otros dos dólares.
Una vez compró un periódico, para ver los empleos y halló ese de reparto de hielo, requiriendo “jóvenes de 18 a 25 años, que sepan conducir carretas y sean buenos trabajadores”.
Pedro tenía 23 años y acostumbrado, como estaba, a montar caballo y conducir carretas en su pueblo natal, en la granja de su padre, no le fue difícil pasar las pruebas a las que lo sometió John, sobre todo, de cómo conducir la carreta y cuidar a su caballo. Tenía que alimentarlo bien, no forzarlo demasiado, saber cuándo dejarlo que descansara y que tomara agua y rumiara algo de paja de un costal que le colocaba en la cabeza, abarcando el hocico…
El sueldo era de diez dólares a la semana, más comisión de medio dólar si cumplía bien con todas las entregas. Cada bloque de hielo costaba dos dólares y debía entregar treinta diarios. Si terminaba antes de lo acordado, finalizaba sus tareas de ese día y podía irse a casa.
Como conducía hábilmente – conocía rutas más cortas y otras habilidades que había ido adquiriendo con el tiempo –, siempre terminaba a las dos de la tarde. Además era mejor, pues el hielo no se derretía tanto, sobre todo, el que llegaba al final, a los hogares más alejados.
Y uno de ellos, muy convenientemente, era el de la señora Rebecca Flanders, una rubia de treinta años, con quien Pedro sostenía una especial relación, a la que había accedido luego de varias semanas de coqueteos y de insistencia de Rebecca, de que se convirtiera en su latin lover…
Le aterraba encontrarse con Paul, el esposo, un corpulento neoyorquino nativo, de casi dos metros de estatura que, le decía Rebecca, era sumamente celoso. “¡Nos podría matar a los dos, honey!”, le comentaba ella, cuando lo hacía objeto de su desenfrenada pasión… ¡besos y abrazos por todos lados, cuando le quitaba la camisa y le acariciaba sus fornidos brazos y pecho – Pedro hacía ejercicio todos los días, pues le gustaba mantenerse en forma – y le daba mordiditas por todos lados y le chupaba los lóbulos de las orejas!...
Y, claro, Pedro “se calentaba”, pero nunca dejó que Rebecca fuera más allá, de que se acostaran en la recámara e hicieran el amor “como se debe, honey”…
¡No, no quería arriesgarse a que los encontrara así Paul y los matara, como ella le decía!
“Pero no llega hasta las seis, honey”, ella aseguraba. “No, Rebecca, no, mejor no arriesgarle”, el le respondía. Y aunque de verdad deseaba estar con esa mujer tan hot, tan sensual, de buen cuerpo, muy bella y, sobre todo, que le hablaba de muchas cosas, como no estar de acuerdo en que Estados Unidos le hubiera robado territorio a México y que ella no era racista, que aceptaba a todos por igual, fueran negros, chinos, mexicanos… Pedro prefería no irse a la cama con ella, no. Mejor así, a “puros besos”…
Ella había trabajado como maestra de primaria, antes de casarse con Paul, pero cuando la hizo su esposa, casi le prohibió que siguiera laborando en eso. “Tenemos lo suficiente… y además, quiero que cuides a nuestros hijos, cuando los tengamos”…
Nunca llegaron los hijos. “¿Por qué no han tenido hijos, Rebe?”, le preguntó alguna vez Pedro, curioso. “El doctor me ha dicho que no puedo tenerlos”, le respondió ella, triste. “Estoy seguro que algún día tendrás, Rebe”, le dijo Pedro, besándola tiernamente. Ella, sólo le sonrió, con enigmática mirada…
Ya llevaban dos meses viéndose.
Pedro se apuraba lo más que podía, para estar con ella más tiempo, comer juntos y luego, besarse, abrazarse, conteniendo la pasión que sus cuerpos exigían, que los dejaran unirse uno junto al otro…
Pero ese día, Pedro sentía que ya no podría contenerse.
Esforzándose cuanto pudo, llegó poco antes de la una de la tarde.
La casa, de fachada modernista, con porche y ventanas anchas, destacaba por su color azul encendido. Una de las cortinas se abrió ligeramente.
Pedro sacó el último bloque de hielo con sus pinzas especiales y caminó hacia la entrada.
La puerta se abrió y una muy sonriente Rebecca, apareció:
-¡Hoy llegaste más temprano, honey! – exclamó, muy contenta.
-Es que hoy… ¡sí te quiero comer Rebe! – dijo Pedro, con una pícara sonrisa.
El rostro de Rebecca se encendió de emoción y gusto:
-¡Hazme tuya, mi amor!
Pedro se apresuró a entrar y la puerta se cerró, tras de él…
En la acera de enfrente, se cerró una cortina de una ventana, abierta muy discretamente.
Era de la ventana de la casa de la señora Norris, una muy amargada mujer de setenta y tantos años, que en todo metía las narices.
Ya había intuido que entre esos dos, habría algo.
Por eso, el día anterior, que Paul iba llegando en un carruaje de alquiler, el mismo que lo llevaba y traía a diario de la bodega de pescado, en donde trabajaba como administrador, le llamó y le contó lo que había estado viendo desde hacía unos meses y sus sospechas. “No, señora Norris, Rebecca es incapaz de serme infiel… y menos con un mugroso mexicano”, le había respondido Paul, quien, de todos modos, en su interior, experimentó el inicio de intensos celos. Pero le otorgó el beneficio de la duda.
Planeó llegar mucho más temprano que de costumbre al siguiente día. Y si los hallaba juntos, ¡mataría a ese perro, como se lo merecía, y a la puta de Rebecca, la dejaría medio muerta de una golpiza! No la mataría, pues sería en su contra, lo podrían juzgar y encerrar, pero sí le daría una paliza, al fin que las leyes justificaban que el adulterio cometido por una mujer, ameritaba, pero no justificaba, que hasta la mataran. Pero no llegaría a ese extremo, no, sólo le daría una buena golpiza.
“¿¡Por qué carajos me hizo eso!?”, pensó, con rabia, si él, Paul, le había sido fiel… bueno, no porque hubiera querido, sino por su condición. Temía que las mujeres lo rechazaran y por eso retenía tanto a Rebecca…
Pero confiaba en algún día ser como cualquier otro hombre. Y entonces, sí, la echaría de su vida, la mandaría a la chingada…
Pero, mientras, averiguaría si esa perra lo estaba engañando con ese maldito greaser…
Eso fue el día anterior…
Y en el día de hoy, jueves, Pedro, por fin, haría el amor con Rebecca, por primera vez…
No sólo porque ya la amaba “con locura”, sino porque ella le decía que ya no aguantaba la vida con Paul, siempre indiferente, quejándose de que la comida no sabía bien – “¡Mi madre sí que sabe cocinar!”, le espetaba –, que la casa estaba sucia, que no salían nunca a pasear, ni al parque, porque siempre “está cansado el cabrón”, prohibiéndole tener amistades y condenándola a esa existencia solitaria, la que la llevó a entablar esa relación de amor con Pedro…
Pedro entró a la cocina, caminó hasta la caja congeladora, la abrió, metió el bloque de hielo allí y se acercó a Rebecca, quien lo tomó de la mano y rápidamente lo condujo hasta la recámara…
II
Los jadeos, besos, las caricias… todo lo que sus cuerpos desnudos habían estado ansiando, casi desde la primera vez que se abrasaron, fueron brutalmente interrumpidos por la súbita entrada de Paul a la recámara:
-¡Maldita perra, así te quería agarrar, revolcándote con este pinche greaser de mierda! – gritó, incontenible, furioso, Paul, quien de inmediato se le fue a los golpes a Pedro…
Había sido boxeador, así que no le costó trabajo propinar fuertes puñetazos en el rostro del mexicano, y tirarlo de la cama, para comenzar a patearlo…
-¡Maldito greaser, maldito perro, creíste que te podías meter con la puta de mi mujer, así nomás, desgraciado hijo de puta! – gritaba, mientras pateaba por todas partes, con todas sus fuerzas a Pedro, quien trataba de protegerse lo mejor que podía, sobre todo, cuando se las dirigía sus genitales…
Sí, lo iba a matar a patadas al desgraciado hijo de la chingada, no tendría clemencia…
Y luego se iría con la puta de Rebecca, le pagaría todas, sí, ¡TODAS!...
Pedro trataba de defenderse, pero la fuerza de ese enfurecido gringo, tan alto y fornido, era mucho para él…
Los golpes y patadas seguían, inclementes…
-¡No, por favor, no! – intentó pedir Pedro…
-¡Eso hubieras pensado, hijo de la chingada, antes de meterte con mi mujer, maldito, te voy a matar como el maldito perro prieto que eres, te voy a matar, maldi…!
Esa última palabra fue silenciada por el certero tiro en la nuca que Rebecca le disparó.
Había aprovechado la distracción de Paul, para tomar el revolver de seis tiros Colt, que éste guardaba en un cajón del buró, que estaba de su lado de la cama.
Cayó de frente, sobre Pedro…
Éste, asustado, dijo:
-¡¿Qué hiciste, Rebecca!?
-Lo maté – fue la seca, inexpresiva respuesta –… nos hubiera matado a los dos…
-¿¡Y ahora, qué haremos!? – preguntó Pedro, sin saber cómo reaccionar, pues, en efecto, Rebecca le había salvado la vida… ¡o los había salvado a los dos!...
-Nos vamos para Canadá… a Ontario, allí, tengo familia y nadie nos buscará – dijo, mientras le examinaba la cara y cuerpo a Pedro –… ay, honey, ¡mira cómo te dejó!...
De inmediato, Pedro comprendió que no había de otra. Los dos eran culpables de la muerte de Paul y a él, hasta lo podrían mandar a la horca, pues que un mexicano matara a un americano, merecía la pena capital…
-Está bien, Rebe, no te preocupes, estoy bien… voy por mis cosas…
-¡No, no, nos vamos, pero ya!...
Sin mayores preámbulos, se vistieron, dándose un profundo, sentido beso…
Luego, Rebecca se dirigió hacia la caja fuerte que estaba en la sala, detrás de un cuadro y la abrió. Para su fortuna, Paul nunca había confiado en los bancos. En la caja, había seis mil dólares, muy buen dinero para iniciar una nueva vida, como le dijo ella a Pedro. “Tendremos lo suficiente, en lo que ponemos un negocio”, le dijo.
A Pedro le sorprendió la firmeza de Rebecca, la seguridad, a pesar de lo que había pasado. Y eso lo ánimo más a seguir con el plan. Sí, se iría con esa mujer tan decidida, que le llevaba siete años, a donde lo condujera. Por primera vez, un gringo, en este caso una mujer, lo valoraba como se debía…
***
Horas más tarde, ambos viajaban en el tren que se dirigía hacia Canadá…
No había la más mínima mortificación en sus rostros. Al contrario, se sentían liberados…
-Nos irá muy bien, ya lo verás, honey – dijo Rebecca, antes de caer dormida en el hombro de Pedro…
III
La carta que acababa de escribir Pedro, dirigida a su padre, estaba fechada el 25 de septiembre de 1893, poco más de un año después de que hubieran llegado a Ontario.
En ella, le explicaba a Vicente cómo iban las cosas, que se había casado con Rebecca y que todo iba bien con el negocio de repartición de hielo que habían iniciado en esa ciudad, “pues el hielo se usa mucho, pa, es muy importante y estamos creciendo mucho”. Le habían puesto “Rebro Ice Delivery”, combinando sus dos nombres. “Y pronto, verás que ya no vas a tener que sembrar, pa. Yo los mantendré a todos”.
También le comunicaba que Rebecca estaba embarazada. “A ver si es un hombrecito, pa”, le escribió.
Felizmente, Rebecca, por fin, se sentía realizada como mujer y como madre.
Le había revelado el “gran secreto” de que Paul era impotente y que, con Pedro, había dejado, realmente de ser virgen.
Eso, a Pedro, en realidad, no le importaba, que ella hubiera sido virgen, pero se sentía orgulloso de haber sido el primero…
También le escribió a Vicente que vivían en una muy bonita casa que estaban pagando. “A ver si un día vienen a verme”, le dijo.
Sí, tendrían que pasar muchos años para que ellos pudieran regresar a Estados Unidos, no fuera que los descubrieran…
En ese momento, Rebecca se acercó:
-Ya está la cena, honey…
-Ya voy, mi vida – dijo Pedro, sobándole tiernamente el abultado vientre…
Se levantó de la silla de su escritorio y le dio un profundo, muy amoroso beso…
Y hacia el comedor, abrazados, caminaron…
FIN
Tenochtitlan, a 22 de julio de 2023